La mujer Virtuosa

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Sabemos que mujer significa esposa y lo vemos más claro en la siguiente frase: “Los declaro marido y mujer”.

Jesucristo es nuestro Señor y su esposa es la Iglesia, somos todos nosotros, los que pertenecemos a ella. El Señor está buscando una Iglesia, pura, santa y sin mancha y es aquí donde entre el título de esta sección: “la mujer virtuosa”.

En el libro de Proverbios en el capítulo 31 se dedican los últimos versículos a las mujer virtuosa, que como hemos visto, es la Iglesia. “El corazón de su marido está en ella confiado”, Proverbios 31:11, Jesucristo confía su Iglesia, confía en ti, confía en que cada día adquieres las características que Él está buscando; esto último lo vemos descrito en el versículo 12 “Le da ella bien y no mal todos los días de su vida”.

El Señor nos ha dado tanto, tanto, que espera que el fruto se de en nosotros, cada día. Aún más, Él espera que con este fruto volvamos a sembrar, “Y la mujer virtuosa planta viña del fruto de sus manos” (Proverbios 31:16), pero no el fruto de nuestras obras, sino el fruto de la vid (que es Jesucristo) en la que nos hemos injertado y adquirido su personalidad.

La mujer virtuosa no deja de orar, “Su lámpara no se paga de noche” (Proverbios 31:18), pero una oración con fe, certera, autoritaria y poderosa en Jesucristo. De manera que siempre anda vestida de púrpura y de lino fino, siempre en la presencia del Señor, dando testimonio del Dios.

Ésta es la mujer virtuosa, la que teme a Jehová.

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El pecado surgió por primera vez con la rebelión de Satanás que tuvo contra Dios. Trató de ser más grande que Él y esto dio paso al pecado. “El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio”, 1 Juan 3:08.

Desde la caída del hombre, cuando Adán pecó, la naturaleza del hombre siempre es hacia el pecado. Antes de la llegada de Cristo estábamos en poder del príncipe de este mundo, nos tenía como esclavos viviendo cautivos en el pecado. Pero Dios con su grande e infinito amor por nosotros, envió a su Hijo Jesucristo a morir como hombre para derrotar al pecado, porque murió Santo y sin mancha. Su Sangre nos ha redimido y limpiado del pecado por la eternidad. Nosotros, los que hemos aceptado su sangre redentora y a Él como nuestro Padre y Señor, ya no somos prisioneros del pecado.
“Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer la sobras del diablo”, 1 Juan 3:08.

Podemos ya no ser prisioneros del pecado, pero te has preguntado, ¿por qué no puedo salir de lo mismo?, ¿por qué aún me siento prisionero y cautivo del poder del pecado si ya Jesucristo me liberó? La respuesta se encuentra en nuestro corazón, nosotros amamos al pecado. Puede ser doloroso enterarse de esto, pero nosotros queremos a ese pecado en nuestra vida. Nos encanta nuestra lujuria, nuestra depresión, o cualquiera que sea tu pecado, incluso nos han liberado de demonios pero regresan porque encuentran la casa limpia y además con una gran bienvenida de parte nuestra, Mateo 12:43-45.

Somos libres gracias a Cristo, ¿queremos ser libres? Es la verdadera pregunta. Renuncia al amor a tu pecado, Dios no te llena porque estas lleno de ese amor. Búscale y clama a Él, solamente con tu voluntad puedes librarte del pecado. No todo es culpa de Satanás, nosotros estamos muy involucrados.

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Melquisedec era el Rey de Salem, que significa paz, pero también era Sacerdote del Dios Altísimo. Abraham venía de derrotar a los reyes y fue recibido por Melquisedec, que también significa Rey de justicia, y le bendijo. Abraham, quien era el hombre más grande en la tierra, le dio el diezmo de su botín. Existe otro detalle sobre Melquisedec, no tiene genealogía alguna, sin padre sin madre, sin principio y sin final, osea, eterno.

Como todos sabemos, el sacerdocio de los Levitas comienza con Aarón y ellos siempre recibían los diezmos del pueblo, ya que de eso vivían. Los sacerdotes se encargaban entonces de hacer sacrificios para la expiación del pueblo, y para ellos mismos. Tenían que matar un cordero, o algún otro animal inocente, sin culpa, para que la sangre fuera agradable delante de Dios y el pecado fuera lavado.

Jesucristo, el Hijo de Dios, no pecó y fue un hombre sin mancha, de esta manera Jesucristo representa al cordeo sin mancha que los sacerdotes levitas sacrificaban. Al morir en la cruz, se derramó su sangre, limpiándonos de todo pecado, expiándonos del mismo modo que los sacerdotes Levitas hacían.

Por su muerte, Jesús nos ha dado paso a nuestro Padre Dios, su sacrificio nos ha limpiado para siempre, por la eternidad y es por esto que Jesucristo es nuestro sumo Sacerdote del orden de Melquisedec, nuestro sacerdote eterno, sin principio y sin fin.

Y está escrito: “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”, Salmo 110:04.

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